Los pensionistas españoles están dando una lección de generosidad tan impresionante que pasarán, años no, décadas, y no tendremos suficiente tiempo para agradecerles los desinteresados servicios prestados a sus necesitados vástagos en un momento tan delicado. Me gustaría ver cómo reaccionarían los egoístas miembros de mi generación si sus descendientes, y Dios no lo quiera, algún día se vieran envueltos en una crisis de similares dimensiones catastróficas. Me da que no se comportarían de una manera tan loable y ejemplar. Y es que, en tan extraordinario comportamiento, mucho tiene que ver la católica educación que recibieron desde pequeños donde la familia es lo primero, y que hoy queremos erradicar de las aulas al grito de Vade, Retro!. Con ellos no pueden ni el copago, ni los inevitables achaques de la edad ni los recortes sociales causados por una mala administración de los recursos públicos que cada día que pasa amenazan más y más a sus merecidas pensiones. Están hechos de otra pasta, aunque la pasta que amasaron en sus cartillas de ahorro cual hormiguitas a lo largo de sus esforzadas vidas laborales, se la estén comiendo los continuos agujeros que tienen que tapar en las maltrechas economias domésticas de unos hijos que llevan demasiado tiempo en el paro.
Que ha llegado Septiembre y con él la subida del IVA que nos hace más pobres, no pasa nada, ahí están los pensionistas para echar los capotes que hagan falta. Ya quisiera José Tomás lidiar con la misma valentía que derrochan sobre el ceniciento albero de la crisis los Niños de la Posguerra. Si termina llegando el manido rescate tantas veces anunciado de la economía española y logramos, después de años de penuría, salir del túnel, que nadie eche al olvido la ingente labor que está desarrollando la tercera edad española, a la que habría que poner un monumento en cada plaza. Son demasiadas tardes mereciendo salir a hombros por la puerta grande.
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