viernes, 3 de mayo de 2013

AMOR DE MADRE

Nos llevaron nueve meses en su vientre, y desde que saludamos al mundo con un sonoro llanto, hemos sido para ellas el amor de sus vidas. Fue ponernos en su regazo después de un breve aseo para limpiarnos de los restos de la dura batalla del parto, y al instante decidieron que los auténticos protagonistas de sus vidas iban a ser, a partir de ese momento, esas pequeñas criaturas indefensas que aún ni podían despegar los párpados, y que en determinados casos, dicho sea de paso, hay que echarle verdadera voluntad a la hora de decirles  un cumplido, porque a decir verdad, qué feos que venimos algunos al mundo.
La de horas de sueño que les hemos robado a nuestras madres en nuestros primeros años de vida, y cómo ellas, con abnegación, nos permitían que las dejáramos casi sin descanso a lo largo de incontables noches en vela, en las que incluso nos dejaban meternos en sus camas, para que el temor infantil a la oscuridad se borrara de nuestra mente, y pudiéramos al fin quedarnos dormidos al calor de sus tibios cuerpos. La de tardes que han pasado con nosotros ayudándonos con los deberes del colegio, con un ojo en  nuestra libreta y otro en el fogón donde se cocía la cena, para evitar así que nos pusieran falta en clase al día siguiente, tiempo que dedicaban a nuestros estudios con la férrea determinación que les movía su firme deseo de vernos convertidos en mujeres y hombres de provecho. La de mediodías, un día sí y el otro también, que han hecho gala de una paciencia infinita para que ninguno de nosotros dejara nada en el plato, y con ello conseguir que no fueramos unos delicados a la hora de comer, mientras hacían juegos malabares para que pudiéramos llevar una dieta equilibrada en la que pescados y verduras no sufrieran el rechazo irracional de unos paladares en pleno proceso de educación nutricional, que no saben lo que se pierden porque nunca lo han probado. 
Y qué decir de nuestra llegada a esos años que pueblan la mitad de la adolescencia, y que bordean con la mayoría de edad, época convulsa cuajada de cambios donde comenzamos a coquetear con el amor, y nos estrenamos en nuestras primeras salidas nocturnas con los amigos, entre los que siempre hay alguno que no le gusta a tu madre. En ese tiempo tan complicado para la juventud, las madres siempre están ahí para aconsejarnos y consolarnos en el caso de que el amorío no fuera como quisiéramos, al probar el amargo sabor de las calabazas, y en el caso de  las salidas, no dudan en montar en guardia, siendo incapaces de pegar ojo hasta que no escuchan abrirse la cerradura de la puerta, tranquilizador sonido que les avisa de nuestro regreso a casa, y gracias al cual respiran aliviadas al saber que estamos de vuelta de una pieza, aunque a veces la pieza venga con alguna copa de más. Por muchos años que cumplamos siempre seremos sus niños, aunque peinemos canas, y tengamos una edad más apropiada para ser abuelos que para ser padres. No hay nada en el mundo como el amor de nuestras madres, un amor que es para siempre y al que nunca podremos corresponder en igual medida, por mucho que queramos. Por eso nunca estará de más decirle a una madre lo mucho que se la quiere.

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