Con
esta breve historia quisiera denunciar el maltrato psíquico que algunos hombres
sufren a manos de sus mujeres. La inmensa mayoría de ellos no se atreven a
levantar la voz y a denunciar sus casos, por miedo a que la sociedad no sólo no
les comprenda, sino que incluso los señale con el dedo de lo políticamente
incorrecto, por no hablar del posible riesgo de verse sometidos a una autentica
lapidación social por determinados sectores de la opinión pública, afines al
anacrónico y desenfocado feminismo de la igualdad que impera en nuestro país, a
los que les costaría mucho creerse la veracidad de sus desgraciados testimonios.
Este es el triste final de dos personas que una vez se amaron, Diego y Eva.
Diego
y Eva son un joven matrimonio de treintañeros malagueños que vive en un modesto
piso alquilado de dos habitaciones en el centro de la capital malagueña.
Diego
es un atractivo y frustrado comercial de una compañía de seguros enamorado
hasta la médula de su mujer, desde el día que la conoció por casualidad en un
bar de copas del Centro Histórico de Málaga. Gran persona, tiene una concepción
del amor totalmente equivocada, ya que lo que siente por ella le ciega y le
imposibilita ver las continuas humillaciones y faltas de respeto a las que ella
le somete, sin darse cuenta que, con esa actitud permisiva lo que hace es
pisotearse su dignidad y faltarse al respeto una vez tras otra. Para él todo
tiene justificación y nunca culpa a su mujer de los excesos verbales que ella
tiene para con él. La ansiedad y el estrés que sufre a veces por su trabajo le
hacen tener trastornos alimenticios que le llevan a padecer exceso de peso, y
que lo afean ante los crueles ojos de su señora. Diego es un dependiente
emocional en toda regla. Habría que recordarle a Eva que la belleza está,
precisamente en los ojos de quién la mira.
Eva
es una guapa monitora de fitness, de aspecto físico espectacular para los
cánones de belleza que mandan sobre los gustos, mayoritariamente heterosexuales
y por tanto, masculinos, de principios de siglo XXI. Imaginen a cualquier mujer,
de cualquier portada, de cualquier revista masculina de actualidad, y tendrán
el prototipo de Eva.
Fría,
calculadora y manipuladora como pocas en su género, es al mismo tiempo
soberbia, orgullosa, egoísta y materialista. Todo lo contrario de lo que un
buen hombre merecería en su vida. Para ella el amor se mide en euros, y no hay
nada más importante en su insulsa existencia que el maldito parné. Hace tiempo
que dejó de querer a su marido, y tampoco podría decirse que le tenga cariño.
Más bien siente por él desprecio, y en ocasiones hasta le odia porque pensó,
cuando hicieron planes de vida en común, que iban a correr distinta suerte
económica. Si hubiera sabido que a menudo tendrían dificultades para llegar a
fin de mes, ni en su peor pesadilla se habría casado con él. De hecho, ni se
habría tomado aquel primer café en una famosa terraza de Puerto Marina…
Este es el prólogo del relato con el que me presento al I Concurso de Relato Breve del Ayuntamiento de Rincón de la Victoria.
Quisiera dedicar esta pequeña obra a todas las personas que alguna vez se emocionaron al leer un escrito de Antonio Briceño. Para todos vosotros, con todo el amor del mundo.
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